Agosto se acabó. Tengo diecisiete años. Se preguntará usted la relación entre estos dos hechos… ¿que ya no hay más verano para ir de fiesta? No. Que empieza mi madurez forzosa. Sí, forzosa. Este año es decisivo para los de mi edad, o espabilas o pierdes el tren.
Pero somos niños. Se nos caen encima los tacones, las corbatas, las llaves del coche, los billetes de cincuenta, los partidos políticos, las obligaciones, las responsabilidades. Decidir mi vida ya, si quiero pasarme el resto de mi vida trabajando como profesora, arquitecta, dependienta, músico, periodista, camarera, bibliotecaria, oficinista, farmacéutica… Total, para acabar en el paro. Es verdad que tenemos ilusiones y que queremos comernos el mundo, pero no sabemos por dónde empezar. Al menos una servidora.
Estamos asustados por lo que se nos viene encima, empezamos a darnos cuenta de eso de “¡cómo pasa el tiempo!”, aún recuerdo cuando aprendí a sumar llevando, que lío al principio. Es entonces cuando, en un absurdo intento de frenar el tiempo, nos comportamos como niños y montamos una pataleta porque agosto se acaba.
Pero debemos aprender a comportarnos como adultos, de hoy no puede pasar, crecer de repente y tomar las decisiones oportunas, ya tendremos tiempo de lamentarnos por haber elegido mal. De modo que si un día ve a una mujer hecha y derecha, responsable y políticamente correcta con paso firme de tacones por la acera, no se olvide de que cuando tiene pesadillas ella también va corriendo a meterse en la cama de mamá.